domingo, 7 de marzo de 2010

Noche de Tormenta.



Las luces del pasillo parpadearon como un pestañeo, como el aleteo de un pájaro, pero finalmente permanecieron encendidas. No fue la única vez. Al final de ese pasillo, en la salita, Ángela leía los primeros capítulos de una novela, ésa en la que un tipo tan raro abría una tienda de Cosas Necesarias en un pueblo de Nueva Inglaterra. Se preguntaba qué pasaría a continuación cuando las luces del corredor volvieron a zumbar.

La lluvia golpeaba con furia los cristales de la salita, y el viento, fuerza inesperada, alerta naranja, arrojaba hojas secas y pequeñas piedras contra las ventanas. Habían dicho en la televisión que en la ciudad las rachas del vendaval habían derribado un drago y arrancado de sus bases varias señales de tráfico. La última vez que Ángela se había atrevido a asomarse los relámpagos teñían de azul eléctrico un cielo negro como la pez.

Ahora en la televisión, sin sonido para poder leer, se sucedían las interferencias paralizando y distorsionando las imágenes. La cara de aquel actor se volvió un crucigrama de píxeles, después regresó a su forma natural pero en tonos de gris, sin color ninguno. A continuación dos líneas horizontales dividieron la imagen en tres franjas cimbreantes y de pronto se apagó.

No hay señal o ésta es muy débil, rezaba el letrero azul en mitad de la pantalla negra. El viento sacudió los ventanales como si fuera a hundirlos dentro de la casa y Ángela pegó un respingo. Colocó un pedazo de papel entre las hojas y cerró la novela, leer las raras mañas del misterioso tendero no la estaba ayudando a calmarse. Deseó haber tomado prestada en la biblioteca una lectura más alegre y subió a ver cómo seguían durmiendo las fieras.

Un estallido de luz resquebrajó el cielo cuando ascendía por las escaleras convirtiendo el pasillo del segundo piso en un mosaico de rojos, azules y violetas a través de la cristalera. Los niños dormían, increíble pero cierto. Ángela comprobó que la ventana de su habitación continuaba bien cerrada y arropó a los mellizos en sus diminutas camitas de bebé, por si con la tormenta bajaban de golpe las temperaturas.

Salió de la habitación dejando la puerta entornada, quería oírlos desde abajo si empezaban a llorar, pero no comprobó el resto de las ventanas de aquella planta porque no quería pasar ni un segundo más de aquella tempestad lejos del teléfono ni del ordenador conectado a Internet. Confiaba en que su prima, la madre de los mellizos, se hubiera encargado de asegurarlas todas.

En la cocina se preparó una taza de agua hirviendo y mientras la infusión reposaba regresó con ella al sillón de la salita. La televisión seguía sin señal, la conexión de Internet se había caído, dejó la taza sobre una revista encima de la mesa y recuperó la novela, qué remedio. El viento zumbaba entre los quicios de las puertas, la lluvia, feroz, golpeaba los cristales que temblaban como si se tratara de un barco a la deriva. Ángela, petrificada, se dio cuenta en ese instante de que estaba conteniendo la respiración. Y entonces las luces del pasillo pestañearon por última vez. Toda la casa quedó a oscuras.

Oyó un claxon repicar a lo lejos, un frenazo, difuminado por el estruendo de la tormenta. En la penumbra de la salita, un relámpago convertía su mundo en un despliegue psicodélico de luces de pesadilla antes de devolverlo al negro. Un perro ladraba, imposible saber desde dónde. El viento arrastraba las sillas de la piscina de un lado a otro de la terraza, golpeando las paredes, chocando con el ventanal. Ángela oyó el crujir de una de las macetas de su prima reventarse contra el suelo desde el segundo piso. Sintió que sus uñas se clavaban en los brazos del sillón y que si apretaba más los dientes los partiría unos contra otros.

Pero el viento arreció, la ventana del salón vibraba a punto de escaparse de su carril de aluminio y el sonido se volvió tan aterrador, ulular demencial como aullido de lobo, que le dolía en los oídos y le ponía la piel de gallina. Quiso incorporarse para subir con los niños pero una ola de lluvia que estalló contra la ventana la hizo perder pie y cayó de nuevo en el sillón en mitad de un alarido. Se fijó en que estaba llorando. Y entonces llamaron a la puerta.


Que sean ellos, pensó, que sea mi prima, su marido, y el maldito ejército de salvación, que sean ellos. Se lanzó por el pasillo a oscuras, tropezando con una mesita que no recordaba que estuviera allí y sin pensar en que su prima o su marido tendrían llave y no utilizarían el timbre. Las luces del pasillo aletearon otra vez pero volvieron a apagarse. Ángela abrió la puerta y recibió el golpe de un viento mojado en lluvia y la visita de un hombre embozado que no conocía. La sangre se detuvo en sus venas.

El tipo, recortado al contraluz de los relámpagos como un encapuchado alto y robusto, encendió una linterna y se iluminó el rostro desde abajo. Si su sonrisa pretendía ser amable a Ángela le pareció recién salida del infierno. Quiso cerrar, pero era demasiado tarde. El hombre apoyó su mano en la puerta y la obligó a mantenerla abierta.

-Espera –le dijo, su voz no parecía tan terrible, casi educada. Elevó la linterna y Ángela pudo ver que era relativamente joven, pecoso, y que sus ojos azules mostraban una cierta expresión cansada.

- ¿Quién es usted?

El tipo giró el haz de luz y bajó un poco la cremallera de su chubasquero, le mostró un mono gris de trabajo y la chapita cosida en la pechera que identificaba a su empresa.

-Soy de la compañía eléctrica. En este barrio a ocurrido un apagón.

Cierto, pensó Ángela, lógico, claro. Y rápido, muy rápido.

- Qué rápidos son, ¿no? -preguntó, empezando a entornar la puerta. El tipo sonrió pero no opuso resistencia.

-Bueno, ésta no ha sido la primera zona en apagarse –comentó-. En noches así los agentes nos repartimos por las calles, para llegar cuanto antes a…

El hombre seguía hablando pero Ángela no se creía una mierda. No se lo dijo así, por supuesto, pero no disimuló su intención de cerrar la puerta. Las luces de la casa se encendieron apenas un momento. El tipo era alto, sí, más que ella, y fuerte, tal vez sí que trabajara como técnico de algo, después de todo, y su mirada no resultaba del todo desagradable. Quizá tengas razón, y no deba sentir miedo, pensó, pero no, lo siento, creo que…

Un nuevo relámpago convirtió al tipo del mono gris en una silueta a contraluz. Ángela casi había conseguido cerrar la puerta.

-Creo que será mejor que vuelva cuando mi prima y su marido vuelvan a casa.

- ¿No están? –preguntó él como un resorte.

-No, estoy yo sola con los niños. Han salido y… -demasiada información, pensó después, mucho después- Vuelva dentro de un rato.

El hombre de la compañía eléctrica sonrió, pero ya su expresión no tenía nada de amable. Ángela pensó de pronto en el lobo feroz de los tres cerditos, claro que nunca le había visto pero ese era el gesto que su imaginación le atribuía cuando intentaba colarse en la casa de alguno de ellos. Déjame pasar…

-Pero te quedarás ahí solita… -dijo él entre dientes dando un paso hacia delante.

Ángela cerró la puerta de golpe. Puso la cadena, no tenía la llave, colocó una silla delante y dio dos pasos atrás conteniendo un escalofrío, buscando aliento entre sus jadeos. El tipo se reía al otro lado de la plancha de madera. Se reía, y Ángela supo que no olvidaría esa risa en lo que le quedara de vida. Igual que supo que la noche no había hecho más que comenzar.

Un relámpago llenó de azul el pasillo inerte. Ángela se acercó a la mirilla, esperando encontrar al loco aquel acechándola al otro lado, pero ya no había nada, sólo un manto gris de lluvia sacudiendo la puerta de la entrada, los coches aparcados, restos de un arbusto rodando calle abajo arrastrado por el viento.

Ángela se alejó de allí y regresó a la salita. La risa de aquel payaso todavía repicaba en sus oídos, al menos se había ido. La lluvia y el viento no parecían dar tregua así que se sentó en el sillón y abrió otra vez la novela. Intentó leer con la tenue claridad que se colaba por la ventana pero.., a ver quién se concentraba con semejante susto encima. Las voces de la gente que entraba en la tienda de Cosas Necesarias se le mezclaban con aquella risa infernal, con su sonrisa de colmillo torcido, con su mirada dilatada al final. Cerró la novela y la dejó sobre la mesa, palpó la taza de té, ya frío, y probó un sorbo que le supo a agua sucia. Hasta el sabor le había amargado la visita.
Soplaré y soplaré. No podía pensar en otra cosa.

El estruendo de la lluvia y los truenos era ensordecedor, parecía aumentar en lugar de aplacarse. Ángela se llevó las manos a las sienes, histérica, se preguntaba cómo los mellizos podían seguir durmiendo. Se esforzó por escuchar, desde allí, si lloraban o hacían algún ruido, pero era imposible con la tormenta. Subiría a verlos de nuevo.

Tomó la taza de té desperdiciado para llevarlo a la cocina de camino al piso de arriba, así aprovecharía para prepararse algo, como si comer fuera a distraerla, aunque no sabía qué tendría su prima ni qué podría gastarle, quizá unos huevos, o si no unas galletas o…


Quedó de una pieza al entrar en la cocina. Sintió el chasquido de su corazón al detenerse, el golpe del aliento al tropezar contra sus pulmones bloqueados por el miedo. Todos los cajones y puertas de los muebles estaban abiertos, algunos vaciados sobre la encimera o el suelo. Las cortinas, arrancadas, caían sobre el grifo y los platos rotos del fregadero, la leche se derramaba desde la puerta abierta del frigorífico, donde un gato muerto enterraba su cabeza ensangrentada en una fuente de pasta gratinada.

El ánimo de Ángela dio un vuelco, si la tromba de agua y el batir del viento le habían ocultado el estrépito de aquel desastre qué podían haberle ocultado del piso de arriba. Se agachó y recuperó uno de los cuchillos de cocina tirados por el suelo, salió de allí y se dirigió a la escalera pero algo la golpeó por la espalda y la hizo caer contra el primero de los escalones. El cuchillo acabó muy lejos de su mano.

-Hola, niña –escuchó a su espalda-. Soy de la compañía eléctrica.

Una mano le agarró del pelo y consiguió darle la vuelta, Ángela vio los ojos claros del técnico abiertos como los de un lobo, el lobo feroz, y sus fauces desencajadas en una sonrisa babeante.

-Te dije que me dejaras pasar.

La levantó del suelo y la llevó contra la pared, sus manos lamieron su cuerpo y su lengua empapó sus labios, sus dientes, su boca, con una fuerza inusitada que no era capaz de vencer. Quería gritar, quería morder, pero los dedos que se clavaban en su garganta le impedían hacer cualquiera de las dos cosas. Patalear, ése era el recurso. Si encontraba…

El hombre cayó de rodillas con su entrepierna reventada por el punterazo. Ángela se escurrió entre sus brazos y gateó entre jadeos ahogados hasta alejarse de él, pero su instinto no la llevó a recuperar el cuchillo y rematarlo sino a subir las escaleras en busca de la habitación de los mellizos. En el rellano la deslumbró un nuevo parpadeó de las bombillas traicioneras, encontró las paredes del pasillo pintarrajeadas, manchadas de rojo, de manos, de insultos, los cuadros que había colgados alfombraban ahora el suelo convertidos en retales rasgados y la mesa que albergaba un jarrón con flores y algunas fotografías esparcía su contenido junto al pie de la escalera. Ángela sorteó los escombros y llegó a la puerta del dormitorio de los bebés. Primero sonrió con alivio al no escuchar llanto alguno. Además la puerta seguía cerrada. Después olvido su sonrisa y se puso a temblar. Ella no la había cerrado.

Entró en la habitación y, a oscuras, tentó la penumbra hasta rozar con los dedos la madera de las estructuras de las camas. Palpó el interior de una de ellas, el cuerpo tierno del pequeño seguía acostado, caliente, por alguna razón mojado, pringoso, destapado cuando ella lo había dejado cubierto con su manta. Le llamó la atención su postura, desordenada, incómoda. Siguió palpando y le pareció que no respiraba, no puede ser, buscó su pecho y lo encontró inmóvil, busco su boca, su nariz, pero su cara no estaba, su cabeza no estaba.

Ángela ahogó un grito entre hilos de lágrimas y se giró hacia la otra cama, tanteó pero sus manos se hundieron en la tela encharcada y viscosa de la sábana. Regresó al umbral y se afanó por accionar una y otra vez el interruptor de la luz pero éste, como ya esperaba, no servía para nada. Soy de la compañía eléctrica.

Corrió hasta la ventana, arrancó la cortina y subió la persiana al máximo. En la acera de enfrente, a través de la vidriera de los vecinos, intuía las imágenes de aquel actor moverse en la pantalla, una ventana estaba encendida en su segundo piso. Calle abajo una farola intentaba llenar de luz una esquina tomada por la lluvia. La electricidad había regresado al barrio pero a su casa no. A su casa no.

Un relámpago estalló en el cielo sobre su cabeza, le mostró las paredes de la habitación pintadas de rojo, un estallido de sangre sobre una de las camas se disparaba como un globo de agua al reventar hacia el techo. La cabeza de un mellizo la miraba desde la almohada del otro.
Salió corriendo de la habitación conteniendo las náuseas, al abrir la puerta resbaló con los restos de flores tiradas y fue a chocar contra la pared del pasillo pero consiguió recuperar el pie y se apresuró en bajar la escalera para recuperar su cuchillo. El tipo de la luz ya no estaba junto a la cocina. Y el cuchillo tampoco.

La casa a oscuras, la casa en silencio. Los dos niños muertos. Sin teléfono, sin cobertura en el móvil, sin Internet. Repasó mentalmente las opciones como una sucesión de imágenes, más que de palabras, la visión de la puerta fue la última, la que permaneció fija y creciendo por momentos. No tenía nada más que cuidar allí que su propia vida. Escuchó el chasquido a su espalda. Se abalanzó hacia el pasillo principal cuando un estallido arrancaba lascas de cemento de la pared junto a su cabeza. Las luces volvieron a parpadear, le mostraron una sombra gigante que la perseguía por las paredes y el suelo, envolviéndola en su camino a la puerta. Giró el picaporte y tiró del pomo pero su huída se atascó con la cadenita de hierro. Volvió a cerrar, sus dedos pelearon con los eslabones escurridizos, con el riel por el que…

De pronto sintió su espalda partirse en dos pedazos, un arañazo de dolor recorrió su carne de derecha a izquierda, desde el hombro hasta la cadera, sintió la sangre deslizarse por su piel y empapar la cinturilla del vaquero. Su chillido se mezcló con el bullicio atronador de la tormenta. Cayó al suelo y así esquivó el siguiente machetazo, el que apuntaba a su cabeza y se fue a clavar en la madera de la puerta junto a la mirilla. El tipo de la compañía eléctrica gruñó y se dio la vuelta, de pronto le divertía observar a aquella cría que gateaba entre tinieblas con la espalda abierta en canal.

Empezó a reír. A reír otra vez.

-No tengo prisa, niña –dijo-. Y tú tampoco.

Ángela cruzó el salón en un esfuerzo que le pareció durar una hora entera. Aquella risa se clavaba en su cabeza. Perdía las fuerzas al mismo ritmo que se le escapaba la sangre por la tremenda herida. Los músculos vertebrales destrozados le dificultaban respirar.

-Las carreteras hacia aquí están cortadas –continuaba aquél-. Tu prima tendrá que esperar para volver a casa.

De nuevo esa risa. Ángela encontró con sus dedos el borde de los escalones y empezó a subir, a cuatro patas, chillando de dolor con cada intento de elevar un brazo arqueando esa espalda malherida. Sintió unas manos posarse sobre sus nalgas, apretarlas, sobarlas, dedos que se deslizaron hasta desabrocharle el botón de los vaqueros, garras que bajaron la cintura del pantalón hasta dejar ver el principio del tanga.

-Sí… Me gusta –escuchó. A mitad de la escalera las mismas manos intentaron descubrir el lado interior de los pantalones.

El tipo de la compañía eléctrica se inclinó sobre ella para encontrar mejor lo que buscaba, el cuchillo de cocina que llevaba en la mano quedó muy cerca de la cara de la chica cuando tuvo que apoyarse en el escalón para no perder el equilibrio y poder manosearla sin rodar escaleras abajo. Un relámpago volvió a llenar de colores la escalera y los dientes de Ángela se incrustaron en la muñeca del aquel hijo de puta. Sabía a sudor, a sangre y a tripas de gato. El hombre soltó el cuchillo en mitad de un alarido que a la chica le sonó casi infantil y con un rápido gesto la mano izquierda de Ángela lo agarró por media hoja y lo introdujo con violencia en la cuenca del ojo de su agresor.

No tuvo tiempo para sorprenderse por su puntería, sin darse la vuelta coceó las piernas, el vientre, el pecho, la cabeza de aquel animal mientras éste se separaba de ella y era tragado por las tinieblas de la escalera. Ángela intentó acelerar su gateo cuanto pudo, con las fuerzas a punto de abandonarla, se arrastró hasta la primera puerta del pasillo y se coló en la habitación auxiliar de la casa de su prima. Un pequeño despacho, mitad estudio mitad cuarto de trastos almacenados, cuya ventana estaba rota, expuesta a la tormenta con un boquete delator en el cristal. Ya sabía por dónde había entrado el bastardo. Por el otro lado se asomaba al interior la rama más rígida y resistente del árbol que adornaba la entrada.

Sólo le quedaba llegar hasta allí, trepar la ventana, superar el dolor, ya le arreglarían en el hospital lo que hiciera falta, dejarse caer sobre la rama y protegerse la cabeza para que el golpe contra el suelo –seguro- no resultara mortal. Después gritar, gatear si pudiera, intentar llegar a la acera, cruzar la calle, tocar el timbre de los vecinos.

La casa en silencio, a oscuras. No más relámpagos, la lluvia menguante le golpeaba las manos apoyadas en el quicio de la ventana rota. Sólo tenía que auparse. Entonces escuchó el lento quejido de las bisagras de la puerta al girar. Se dio la vuelta. La entrada del cuarto quedaba a oscuras, demasiado lejos para que la luz de la ventana iluminara si lo que había oído era real o allí no había nadie.

Las luces de la habitación se encendieron y apagaron como un pestañeo, como el aleteo de un ave. El hombre de la compañía eléctrica estaba frente a ella con el cuchillo insertado en el ojo y unas tijeras de cocina empuñadas con ambas manos. Un relámpago estalló y, en la oscuridad, el trueno que lo siguió ahogó para siempre el último grito de Ángela.





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