lunes, 28 de diciembre de 2009

El Horror tiene siempre la misma forma.



“Desperté y tuve que apartarme los pedazos de cadáveres de la cara para poder respirar”.

Aquella noche no había luna, y en las noches sin luna, al menos en este páramo, lo que menos te ha de preocupar es la falta de luz, la oscuridad, porque lo que realmente aterra es lo que habita en ella.

Formamos parte del Cuerpo de Vigilancia del Páramo, lo más parecido a agentes de la ley, más cerca de guarda bosques, que podemos encontrar en estos parajes dejados de la mano de Dios. Mi tío siempre dice precisamente eso, que si existe un Dios ahí arriba–y él siempre fue creyente- jamás ha bajado la mirada por aquí.

Intentamos que la última ronda del día, la que linda con el anochecer, se haga siempre antes de que la oscuridad sea completa, empezando por las villas más alejadas para que en caso de que nos alcance la noche lo haga lo más cerca posible de las luces del pueblo. Es un pueblo pequeño, minúsculo, una mota de polvo entre la inmensidad del bosque que lo rodea.

Nuestro compañero salió aquella noche más tarde de lo habitual, aún no sé por qué, todavía no está claro si se desvió de su ruta… o si algo le hizo retrasarse. Su comunicador dejó de emitir señal alguna y estuvimos buscándole durante horas. Lo encontraron desnudo y malherido, al borde de la inconsciencia en mitad de uno de los caminos del páramo. Ahora está aquí, en la Central, intentando explicar lo sucedido. Hay algo habitando en las sombras, siempre se dijo, hoy podemos confirmarlo.


“No recuerdo cómo llegué hasta allí, recuerdo la carretera, mi Quad reglamentario y el barro salpicando las perneras de mis pantalones. Recuerdo que nevaba, y que por eso dudé si el destello que veía al final del camino era real o un reflejo causado por la cortina de nieve. Decidí echar un vistazo y… No sé, después desperté.

Desperté y tuve que apartarme los pedazos de cadáveres de la cara para poder respirar. El peso sobre mí me contraía el pecho, me aplastaba las costillas y me impedía mover cualquier extremidad. Cuando la conciencia empezaba a reanimar mis sensaciones, sentí aquel calor viscoso rodando por mi mejilla, una especie de baba que se adhería a mi piel, como resina. El olor… Oh, Dios me permita olvidar ese olor.

Cubiertos de esa baba pegajosa, me costó una eternidad, y un terrible dolor, conseguir separar los párpados. Todo estaba oscuro, aunque al poco mis ojos empezaron a acostumbrarse a una débil penumbra. Una leve luz debía colarse por algún lado.

Había perdido la noción del tiempo y por supuesto no sabía dónde estaba. Aquella habitación tenía paredes de piedra, desnudas, distinguí frente a mí una chimenea apagada cuyo hogar, oscuro como un pozo sin fondo se encontraba tapiado por las telarañas. No podía ver nada más porque una sombra, como un pulpo inerte y deforme, flotaba en la oscuridad frente a mis ojos. Fuera lo que fuese no parecía moverse, pero chorreaba sobre mi hombro la misma baba repugnante. Conseguí liberar un brazo y golpeé aquella cosa, que se desplazó como un péndulo y volvió contra mí para golpearme la cara. No era un pulpo sino una mano, sus dedos en mi boca me hicieron probar el sabor metálico de la sangre. Porque eso era la sustancia pegajosa que nos envolvía, alguna asquerosa mezcla de fluidos y sangre.

Imposible moverme con aquel peso encima traté de de girar, de empujar, de levantarme… Decidí deslizarme hacia la oscuridad. Apoyé las manos bajo mi espalda y mis dedos se hundieron en una masa de carne fofa, peluda y sanguinolenta. Yo no formaba la base de la montaña sino que era uno más en la barriga de aquella pira de cuerpos y despojos humanos. De una manera u otra logré escurrirme como un pescado y caí de bruces sobre un suelo duro y pringoso que me recibió con un golpetazo brutal. Sin embargo –en situaciones así nos sorprende la capacidad del ser humano- incluso aturdido acerté a rodar sobre mi mismo y huir del montón de cadáveres que se me venía encima.

Cuando mi cuerpo chocó con la base de la chimenea me apoyé en ella para ponerme de pie. Entonces el miedo, la náusea y la debilidad me hicieron encogerme para vomitar toda mi cena sobre las telarañas”.

Nuestro compañero estaba muy débil cuando lo encontraron. Una de las tres patrullas que enviamos a buscarle había dado con él casi por casualidad, tiritaba de frío y balbuceaba palabras incomprensibles. Le hemos traído un médico, pero cuando ha querido acercarse a él para tomar su temperatura, lo ha asesinado devorando su cuello a bocados. A uno de los hombres que ha intentado separarle le ha herido en un brazo, ha desgarrado su piel hasta el hueso como hubiera hecho la garra de un oso salvaje. El ayudante del doctor le asestado tres puñaladas de calmantes, dice que con eso se dormiría un mamut. Espero que no exagere. Los superiores intentan mantener su actitud en secreto para el resto de los agentes, pero los que estábamos allí hemos visto sus ojos de fuego y la espuma que babeaba teñida de sangre de sus encías abiertas. No ha hecho falta que nos digan que guardemos silencio.

Más calmado, vuelto en sí, empezó narrar lo que recordaba.


“La habitación, como dije, era de piedra de arriba abajo, paredes y suelos iguales. Sin ventanas, sin respiraderos ni tragaluz, un pequeño cuadrado de roca gris con una chimenea decrépita y un sofá antiquísimo como sostén de una montaña de cadáveres. Eso me daba pavor. Por qué esos cuerpos, por qué todos muertos menos yo. Por qué me querían vivo.

Una vez de pie encontré la abertura por la que se filtraba la luz. Había una puerta.

Yo estaba desnudo, pero a pesar del frío que recordaba haber dejado en el exterior los vapores y gases de aquellos cuerpos mantenían en la habitación el calor del infierno, me acerqué a la abertura de la puerta sintiendo una brisa casi gélida que me erizó la piel y me hizo estremecerme de frío. Debía salir de allí antes de que quien quisiera que me hubiera secuestrado trajera más cuerpos y descubriera la montaña de cuerpos desparramada frente a la chimenea.

Tuve que esforzarme por no estornudar”.


Cada pocos minutos mi superior y el ayudante del doctor fallecido salían del despacho donde tenían a mi compañero atado a una silla y literalmente se abalanzaban sobre la máquina de café. Si pretendían mantener la calma en la Central sus miradas desencajadas y sus gestos de terror no contribuían a que los agentes perdiéramos el interés. Más bien al contrario. Sin embargo, en una de esas entradas y salidas mi superior me indicó que me quedara con ellos, eso sí, a cargo de un bloc de notas y un buen surtido de bolígrafos. No imaginaba lo que iba a tener que apuntar allí.


“Al otro lado de la puerta no había mucha más luz que en la habitación. Un pasillo, también de piedra desnuda, separaba dos escaleras de caracol: una bajaba y la otra subía. No se oían voces ni tenía manera de orientarme, la claridad procedía de un tragaluz enrejado a tres metros del suelo del pasillo.

Descender o subir, para mí podía ser lo mismo, puesto que no sabía si el cuarto en que había despertado era un sótano o un altillo. Me abracé a mi mismo, cruzando los brazos entorno al pecho herido y cubierto de sangre gelatinosa y me esforcé por detener el castañeteo de mis dientes. Decidí probar hacia arriba.

Los escalones mostraban marcas de sangre como si por allí hubieran bajado los cuerpos, tal vez hubiera acertado y allí arriba estuviera la salida. Pedacitos de piedra, afilados como agujas, se clavaban en mis plantas desnudas en cada peldaño, la escalera giró dos vueltas enteras antes de que empezara a escuchar los sonidos metálicos sobre mi cabeza. Sonidos que nunca podré olvidar”.


La patrulla encontró la casa de la que hablaba nuestro compañero por la mañana, no por sus indicaciones, vagas y a menudo contradictorias, sino por el rastro de sangre en la tierra que la lluvia aún no había borrado. Tuvimos suerte de que no nevara, o dar con las huellas hubiera sido imposible. Su moto no estaba tan dañada como se esperaba, de modo que le hubiera servido para huir de haber tenido fuerzas y consciencia para dar con ella. Tuvimos que tirar la puerta abajo, y el hedor que salió del interior casi nos tira a nosotros también. Un grupo examinó la planta principal de la vivienda, yo tuve la mala suerte de ir con el segundo a registrar la habitación donde él había despertado.


“Los sonidos metálicos eran tenedores y cuchillos chocando contra platos de arcilla. Cuanto más subía, mejor distinguía los gruñidos –a eso no puedo llamarlo voces- y crujidos de carne al ser masticada. La escalera me llevó a otro pasillo, éste olía a guiso, a mi derecha encontré la luz de un salón en penumbra, sus ventanas tapiadas con gruesos tablones me impedían asomarme y encontrar la orientación. La puerta también estaba clausurada. En la chimenea crepitaba un fuego alimentado por los despojos de un perro y dos gatos.

Al otro lado del pasillo –lo atravesé de puntillas y agazapado contra el muro- hervía un caldero de un tamaño descomunal sobre el fuego de la cocina, me fijé en que asomaban de él tres dedos humanos. Más hacia la derecha, a donde preferí no asomarme, debían estar los comensales. No quise mirar, sus eructos, sus gemidos de placer al degustar nuestra carne, me animaron a no arriesgarme a ser descubierto.

Tal vez debí quedarme, mirar, lamento no poder ser de más ayuda. Sé que mi deber como Vigilante es averiguar de quién se trataba, quiénes habitan esa casa y tal vez detenerles, pero comprendan ustedes mi terror al verme solo, indefenso y herido, en aquel lugar de demencia y canibalismo. Decidí huir, o, más bien, no decidí nada, escuché el rumor de una silla, alguno de ellos se levantaba de la mesa, y sin pensar me arrojé corriendo hacia la escalera”.


Mi superior le preguntó si eran criaturas o personas, si eran humanos o no. Le preguntó si tenían armas o si eran de tamaño especial, si eran muchos o pocos. A todas estas cuestiones mi compañero respondió negando con la cabeza, apretando los puños y conteniendo las lágrimas. Explicó que, agazapado en la escalera, estuvo a punto de ser descubierto por uno de esos seres que atravesó el pasillo para entrar por otra puerta, y también juró que lamentaba no haber tenido el valor de abrir los ojos para mirarlo.

Cuando al día siguiente el primer equipo examinó aquel comedor, encontraron la olla de cadáveres pudriéndose sobre el fogón extinguido. Encontraron los platos servidos, yo no quise mirarlos.


“Corrí escaleras abajo sin importarme el ruido de mis pasos, el miedo era mayor, desbordaba cualquier instinto de supervivencia. La piedra destrozaba mis pies cuando entendí en qué me había equivocado: por aquella escalera no bajaban los cuerpos, los subían desde la despensa. Bajé corriendo, con el corazón en la garganta y dejé atrás el pasillo en que había despertado, si la puerta principal estaba tapiada tenía que haber otra abajo. Continué por el caracol de piedra viva y llegué a otro pasillo de suelo encharcado y fétido como una cloaca. Sin luz ni ventanas, me encontré en las tinieblas agitando las manos en el aire para no chocar contra nada. Ahogué un grito cuando mis dedos extendidos golpearon la pared contraria y las uñas se me clavaron en el ladrillo.

Empecé a escuchar pasos procedentes de la escalera cuando me arrodillé para hundir mis manos en el agua que anegaba la piedra a mis pies. Por supuesto no era agua, era orín, era sangre, eran fluidos de la descomposición no sé lo que era pero por un segundo calmó mi dolor, aunque enseguida los dedos me empezaron a escocer como si estuvieran en carne viva. Los pasos se habían detenido, probablemente en la despensa. No oí la puerta pero tampoco seguían bajando. Me dirigí hacia mi derecha, por elegir algún lado, y a tientas y a cuatro patas llegué al final del pasillo. Otra pared mugrienta y pringosa junto a la que se apilaban no sé cuántas bolsas de plástico de tamaño industrial con todos aquellos... “desperdicios” dentro”.


Fui el segundo en entrar en lo que empezamos a llamar La Despensa. Cargué la escopeta de caza de mi tío e irrumpí en la oscuridad, la hicimos pedazos con nuestras linternas. Sólo uno de nosotros consiguió no vomitar, los demás nos reunimos con él entorno al sillón que almacenaba los restos de carne muerta. El forense, que llegó al páramo un día después, distinguió los pedazos de cinco cuerpos diferentes, dos mujeres y tres varones, uno de ellos un niño. Al parecer coincidían con los otros restos, los cocinados y servidos en los platos de arriba.

Había cabezas y huesos roídos, tendones a medio masticar, ropas y botes vacíos de mermelada en las bolsas de basura que encontramos en el sótano.

Saqué de la máquina el mío y le llevé a mi superior su enésimo café. El ayudante del doctor, ahora doctor jefe, salió a la calle a fumar un cigarrillo. Dijo que no le importaba que estuviera diluviando, lo que no dejó indiferente a la tropa. Mi superior y yo le esperamos sentados frente a nuestro compañero, que hubiera podido encontrar en nuestros ojos el horror y la duda, si los suyos no hubieran estado perdidos, idos, su humanidad definitivamente quebrantada para siempre.


“No pude evitar un alarido cuando mis manos se hundieron en una de esas bolsas y escuché el chasquido de un ojo al explotar atravesado por mi dedo. Me lo arranqué del pulgar y me puse de pie de un brinco, resbalé en el charco de bilis y pus y tiré al suelo un armario de herramientas. Oí los pasos precipitándose por la escalera, debía haber cogido una de esas herramientas y tratar de defenderme, pero a tientas y en la más absoluta oscuridad, sólo tuve coraje para gatear hacia el otro extremo del corredor y agazaparme en una esquina.

Fue al acurrucarme allí y encomendar mi alma al Altísimo cuando mi cabeza chocó contra la cadena. Ignorando el dolor levanté mis manos y empecé a palpar a mi espalda, era una puerta, una puerta sin más cerradura que un candado y un cadena, la noche cerrada en el exterior me había impedido distinguir sus formas desde el otro lado del pasillo. Volví al suelo y me arrastré hacia las herramientas caídas, con el redoble de pasos acercándose sobre mi cabeza. Tanteé el suelo viscoso y di con algo alargado y rígido, una llave inglesa, tal vez, quizá otro utensilio por el estilo, me dio igual en ese momento. Los gruñidos se comían mi razón rebotados por el eco en las paredes de piedra. Me incorporé, eché a correr hacia donde yo creía que estaba la puerta y me estampé contra el muro rebotando después sobre la cadena. Por si el ruido no me había delatado ya…

Algo pesado cayó sobre el charco de fluidos, si uno de los seres había alcanzado el pasillo no quiso encender ninguna luz, o quizá no la necesitaba, lo cuál me asustaba mucho más. Así la cadena e incrusté la herramienta entre ésta y la puerta, hice palanca con todas mis fuerzas, casi salte sobre ella y me dejé caer para utilizar todo mi peso. El candado no resistió, escuché el estallido de los eslabones y los dos hilos de la cadena rota golpear contra la puerta. Empujé, tiré, la plancha de madera cedió y me precipité a la noche, a la fresca, limpia y húmeda noche sin mirar atrás y por unas escaleras que ascendían entre los restos de nieve hacia las estrellas”.


Escribí el punto final de la historia de mi compañero sin creer lo que había escuchado. En los dos hombres que me acompañaban descubrí la misma mirada de asombro. Cómo, cómo un ser humano puede pasar por todo aquello. Cómo un tipo normal puede deteriorarse tanto, cuánto debe sufrir para protagonizar todas esas atrocidades… y seguir cuerdo.

Para cuando cerré el bloc de notas y el ayudante del doctor administró una última dosis de somnífero a mi compañero –mejor evitar nuevos sobresaltos-, hacía varias horas que se había terminado el informe final de las patrullas sobre el terreno, con todos los cabos atados y todas las informaciones necesarias de los distintos departamentos. La vivienda en cuestión pertenecía a una familia nueva en el páramo. Un tipo callado, trabajaba en la ciudad. Mujer, tres hijos, uno de ellos un niño. Un perro y dos gatos. Coincidía con los cuerpos encontrados… por toda la casa. La hija había sido violada antes de trocearla y servirla como plato principal en un guiso. Uno de sus brazos, hallado en la despensa, tenía restos de piel bajo las uñas. Ya se había pedido el análisis de ADN.

Nunca encontramos seres, ni criaturas, ni intrusos escondidos. Eso era lo que nos reconcomía, más aún tras escuchar el relato. Cómo un hombre…

No corría prisa, realmente, por eso nuestro superior decidió obedecer al nuevo doctor y dejar que nuestro compañero durmiera un buen rato, mientras le esposaban y trasladaban al calabozo, antes de decirle que habíamos encontrado la casa y entre las herramientas del sótano un hacha manchada de sangre con el escudo del Cuerpo de Vigilancia grabado y sus iniciales escritas en el mango.

Cómo un hombre…



Fin.

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viernes, 25 de diciembre de 2009

Letras de Sangre: El Sótano


Buscando desesperadamente una novela de Terror con la que entrar en calor antes de volcarme en la corrección de mi último borrador, topé por casualidad con El Sótano, de David Zurdo y Ángel Gutiérrez. Leí la contraportada, recordé haber sabido de ella en alguna ocasión, via Facebook, radio, o no me acuerdo, y me dije que eso era exactamente lo que necesitaba.

Tan contento pagué los euracos necesarios y me la llevé a casa, y qué ilusión, cuando empiezo a leer y me meto en una trama de okupas que se cuelan en un edificio abandonado, envueltos en misterio, oscuridad y un tufillo a crimen que no se lo quitan de encima. Pensé que había acertado de pleno.

Entre aventura y aventura de los chicos en el edificio se iban intercalando capítulos acerca de un periodista borracho y sus problemas familiares. Muy bien, pensé, me llevarán a algún sitio. Pues bueno, ambas historias, que parecen paralelas aunque en realidad no lo son tanto, sufren un curioso caso de proporcionalidad inversa: a medida que la historia de Eduardo, el periodista, gana interés, la de los chavales okupas lo pierde.

A la misma velocidad, además: como un tiro.

Porque mientras Eduardo se mezcla con tramas de espías, de acoso invisible, de misterios ocultos y claves ocultas y personajes ocultos, tirando de un hilo que de hecho resulta aterrador, lo que les pasa a los okupas en el edificio se vuelve tremendamente previsible, frío, casi distante y sobretodo, con la sensación de rapidez. Todo pasa rápido, de manera fugaz. Pum, ya está todo el Terror vendido.

En El Sótano, David Zurdo y Ángel Gutiérrez me han decepcionado precisamente en el apartado por el cual compré su novela. Quería sentir Terror, el pánico de esos okupas convertidos en presas y encerrados en la oscuridad. Quería más edificio aterrador, más pasajes horrorosos, más falsas alarmas, más tensión, más sótano, más gritos... Y sin embargo me queda el regusto de que por toda esa parte de la trama se pasó de puntillas.

La historia de Eduardo no deja de ser espectacular, un gran personaje, una gran historia detrás, un tremendo enigma... Un diez para el desarrollo de la parte que le toca a Eduardo, sin embargo, como léctor ávido de Terror, El Sótano no terminó de completarme.

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lunes, 7 de diciembre de 2009

Letras de Sangre: Drácula, el no muerto.


Tal vez la intención de Dacre Stoker, este sobrino biznieto de Bram Stoker no haya sido hacer dinero a costa de la fama de la novela inmortal de su lejano pariente, quizá aprovecharse de la leyenda creada por su tío bisabuelo no era lo que buscaba, a lo mejor ganar popularidad y aparecer en los papeles por continuar con dos cojones una de las novelas más vendidas y adaptadas de siempre no era ni de lejos lo que pretendía. Mejor, porque me temo que ni eso va a conseguir.

Para empezar, Drácula, el no muerto es un truñaco de impresión. La excusita de haber encontrado en un baúl las notas manuscritas y desechadas del tito Bram para su Drácula y tirar de ahí para engarzar una continuación difícil de imaginar, se agota en menos de treinta páginas. Drácula, el no muerto se parece a Drácula lo que un culete a una castaña. Vamos, Dacre, igual no era tu intención, pero eres un caradura.



En Drácula, el no muerto, partimos de un curioso comienzo en el que descubrimos cómo han vivido los protagonistas de Drácula los últimos 25 años, y de paso conocemos al vástago de Jonathan y Mina, llamado Quincey en honor del tejano que dejó su vida en la caza del famoso vampiro. Dacre y su mecenas Ian Holt nos quieren convencer de que gracias a las notas de Stoker podemos continuar su historia como el mismo autor irlandés hubiera querido, pero leches, ni de coña, estafa gorda y dureza facial importante, las notas de Stoker se limitan a una lista de personajes y a un cambio de titulo inconsistente.



Drácula, el no muerto, tiene tan poco de continuación como de buena novela de intriga, y para colmo es un insulto a las novelas de vampiros, convirtiendo a los no muertos en seres sedientos de sangre, asesinos sin escrúpulos y criaturas odiosas y deleznables. Todos menos uno, claro, porque aquí Drácula es poco menos que un pobre santo varón incomprendido.

El experimento de mezclar nombres famosos más o menos contemporáneos para ver qué sale les explota a Dacre Stoker y Holt, no en las manos, sino en todas las narices. Convertir a Jack el Destripador ya sea en anciano decrépito o en vampiro chupasangre no sólo es de un morro impresionante sino también de una falta de coherencia, de rigor histórico y de lógica que roza el insulto al lector.

¿Por qué narices iba un vampiro a dedicarse a abrir en canal prostitutas con un escalpelo y dejar su sangre esparcida por los callejones?




Pero lo peor de Drácula, el no muerto, a parte de su aburrimiento y argumento pueril, es que para justificar su estúpida trama dedica mil trillones de páginas y de párrafos insulsos cargados de divagaciones y pensamientos reiterativos a intentar dar consistencia a una sucesión de teorías policiales absurdas, inverosímiles y descerebradas que encima pasan por ser la única aportación del personaje supuestamente ideado -y rechazado- por el viejo Stoker.

En definitiva, un escupitajo a contraviento.

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martes, 24 de noviembre de 2009

Letras de Sangre: 'Zig Zag', de José Carlos Somoza


Lo que más me sorprende de José Carlos Somoza es su capacidad para crear tramas excepcionales, misterios entrelazados y un Terror inteligente sea cual sea el terreno en el que se sumerja: la ciencia-ficción gótica de 'La llave del Abismo', el cuento de fantasmas de 'La dama número 13' o como en esta 'Zig Zag', el trhiller tecnológico hipercomplicado y futurista.

De las tres novelas de Somoza que he podido disfrutar hasta ahora, 'Zig Zag' no ha sido la que más me ha enganchado. Escrita alrededor de una sobredosis de terminos y teorías físico-matemáticas que pueden poner los pelos de punta a más de uno y que, por más que el esfuerzo del autor por insertarlas en la trama se hace de agradecer, no podemos evitar que conviertan los primeros capítulos de 'Zig Zag' en algo densos y complicados.


He terminado la novela con la sensación de que no había pillado del todo el rollo científico, que había datos y teoremas que se me escapaban, sin embargo 'Zig Zag', aunque se apoya y bastante en la física y en el trabajo metódico de un grupo de investigadores -exhaustiva investigación por parte de Somoza, me temo-, no sólo depende de la trama científica para ser una gran novela, tensa, vibrante y redonda.

Los personajes que se juegan constantemente la vida en las páginas de 'Zig Zag' son de tal complejidad y riqueza individual y colectiva que a pesar de ser legión son perfectamente identificables.


La trama, la electrizante sensación de compartir con ellos su ilusión, primero, su emoción ante los descubrimientos, después, y su Terror visceral al saberse perseguidos, por último, trascienden de esas páginas, que se hacen pocas, y aferran nuestros dedos a esta novela desigual.

Desigual, y termino, porque arrastra la tara de necesitar explicarse a menudo, de la obligación de redundar, y el peligro de resultar excesivamente didáctica al afrontar una historia muy buena, sí, pero inevitablemente ligada a esas teorías físicas y matemáticas que pueden dificultar su lectura.

En todo caso, Somoza sigue sin defraudarme. A ver cuál elijo como siguiente.

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viernes, 6 de noviembre de 2009

Presentación de 'Claro de Luna' en Ámbito Cultural.


El próximo viernes, 13 de noviembre, a las ocho de la tarde, se presenta la novela Claro de Luna en la Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés en Las Palmas de Gran Canaria, con gran afluencia de público, medios de comunicación, animadoras y hasta mi abuelita, que ha venido de Madrid y la pobre se encuentra todo este pollo montado. Esta es la nota de prensa que se ha publicado en la Revista de Ámbito Cultural para el mes de noviembre:


"Miguel Aguerralde presenta en sociedad su primera novela, ‘Claro de luna’, que ha sido editada por Ediciones Idea. Esta obra, que se presentará el viernes 13 de noviembre a las 20.00 horas en Ámbito Cultural, nos sitúa en la vida de Luna. Para este personaje la vida no ha resultado fácil: monotonía, frustración y un fracaso amoroso tras otro. Sabe que ha llegado la hora de un cambio.

Luna presenta un programa radiofónico nocturno, cada madrugada presta oídos a las voces anónimas que buscan en ella consuelo y compañía. Hasta que una de esas llamadas resulta ser diferente a todas las demás; a medio camino entre un crimen horrible y una broma macabra. Luna no sabe qué pensar, pero desde ese momento se sentirá acosada, vigilada, perseguida, sumida en una espiral de miedo y confusión en la que sólo tendrá la ayuda de un joven del que sabe tan poco como de ella misma.

Ahora Luna debe luchar por sobrevivir, ése no era el cambio que su vida necesitaba.


Miguel Aguerralde Movellán nació en Madrid a finales de los setenta, pero siendo aún muy pequeño su familia se estableció en Las Palmas de Gran Canaria. Canario de adopción, pasó su infancia y su adolescencia embarcado en un viaje de libros de aventuras y novelas de misterio, hasta que en el año 2000 se atrevió a tomar la iniciativa y empezó a escribir él mismo las historias que le hubiera gustado que otros le contaran. Desde entonces ha compaginado una infinidad de ocupaciones con su vocación de cuentacuentos, volcando en su viejo portátil y en varias docenas de cuadernos y libretas todo aquello que brotaba de su inquieta imaginación. Hoy en día se dedica a la docencia, y en su universo particular de criaturas, Claro de Luna es la primera novela que ve la luz".

Pues ála, todos a comprarla, que yo la firmo con gusto el viernes a las ocho. Usaré el estilo Peter Griffin: Graciasss por leer.

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domingo, 1 de noviembre de 2009

La lluvia, el mar, la bala.



El cañón de la pistola estaba cálido y sabía a metal. Lo acarició con los dientes antes de que su lengua lo notara y se estremeciera por la sensación amarga y acre. El olor de la pólvora le picó la nariz desde el interior del tubo de acero así que se contuvo para no estornudar. Estaba llorando, pero su dedo no dudó a la hora de abrazar el gatillo.

Diecisiete horas antes estaba teniendo una tarde de perros, y la maldita lluvia lo empeoraba todo. Víctor se aflojó de un tirón el nudo de la corbata y, una vez Estefi se hubo acomodado a su lado, salió al tráfico pasado por agua musitando una maldición. Sólo tenía ganas de llegar a casa, arrancarse de cuajo ese traje y tirarse en el sofá a ver cualquier mierda en la tele. Necesitaba una copa, una copa y un bocadillo grasiento para digerir ese día.

Había tenido una bronca en la oficina, otra más. Números, balances, objetivos y resultados. Si él no les daba problemas no entendía por qué tenían que dárselos ellos. Encima el niñato cabrón que acaban de nombrar subdirector, su jefe. ¿Qué demonios se creía?

La carretera que serpenteaba desde el colegio de Estefi hasta la zona residencial en que vivían se internaba por un terreno boscoso y perfilaba la costa en su ascensión por la ladera. A menudo era un paraje de ensoñación y vistas preciosas pero esa tarde la lluvia lo había convertido en un páramo oscuro, tupido y fantasmal. Llovía de tal manera que la cortina de agua conformaba un muro de negrura que impedía ver más allá de la luz de los faros, mientras el repiqueteo de las gotas sobre la carrocería y los cristales semejaba un tropel de caballos que fuera a pisotear el coche.

Así que Víctor estaba conduciendo casi a ciegas, mascullando su prisa por salir de aquella catarata de lluvia y barro y llegar de una maldita vez a casa. No conseguía comprender cómo Estefi había podido dormirse. La miró un instante, tendida contra la ventanilla, todavía con las mallas rosas y las zapatillas de ballet de su última clase. Su pequeña princesa, pronto cumpliría los nueve.

De pronto las luces rojas del coche que le precedía le sacaron de sus recuerdos al reflejarse por todo el parabrisas como brillos de neón multiplicados por la lluvia. El camión que tenía delante no iba lento, iba lentísimo, una enorme furgoneta gris que ocupaba todo el carril. La maldita lluvia y la estrecha carretera impedían adelantarle. Víctor maldijo su suerte y apretó el claxon dos veces pero su único resultado fue un quejido apagado entre sueños de su hija. Asomó el coche apenas un poco hacia el carril contrario y comprobó que ningún otro vehículo frenaba el paso de la furgoneta, sólo la mala leche de su conductor y sus ganas de tocar las narices. Se repitió a sí mismo que la carretera oscura, aún más confusa por la lluvia y retorcida por las curvas no era propicia para los adelantamientos.

El coche de Víctor zigzagueaba tras la estela acuosa del camión tan nervioso como su conductor, histérico con los nudillos blancos agarrotados en el volante. Necesitaba llegar a casa, ¡lo necesitaba! Bajó la ventanilla y aún a riesgo de empaparse le gritó al furgón que se apartara, pero apenas le llegó el rumor de una emisora antigua y agostada sintonizada demasiado alta.

En un arranque de estúpida valentía Victor pegó un volantazo y rebasó al camión entre un estruendo de claxon e insultos por la ventana, miró hacia atrás enseñándole un dedo y de regreso a su carril lo dejó atrás deslizándose por la carretera empapada hasta perder sus faros de vista.

El camino provincial continuó su ascensión dibujando la línea de acantilados que esa tarde, noche cerrada ya, quedaba oculta por la tormenta. Víctor todavía gruñía recordando la silueta fornida y obtusa del conductor del camión, aunque más que eso se acordaba de sus antepasados. Subió el volumen de la radio y trató de recuperar la calma con la perspectiva de una inminente cerveza fría y un buen baño para Estefi. La volvió a mirar y no pudo evitar el recuerdo de su esposa. La niña era la viva imagen de su madre. A Víctor se le encharcaron los ojos tanto o más que aquel cristal en el que de repente volvieron a fijarse unos faros gigantescos.

No le cupo duda de que se trataba del mismo camión, a pesar de la oscuridad en que lo sumía la lluvia. Era el mismo camión pero corría cuatro veces más, vadeaba las curvas como un bólido de fórmula uno, despejando el agua de los charcos igual que haría una lancha fueraborda y se acercaba a su coche como si quisiera aplastarlo, pasarlo por encima. La bocina de la enorme furgoneta tronó dos veces espantando los bramidos de la tormenta, los faros parpadearon antes de volver a llenar de luz el espejo retrovisor de Víctor, que luchaba con toda su pericia por acelerar sin perder el control en aquella vereda traicionera.

El camión se le pegó detrás y le apremiaba a ir más deprisa, cada vez más deprisa.

La noche disfrazaba las curvas y la cortina de lluvia escondía los perfiles de la carretera, Víctor comprobó con alivio que Estefi se había abrochado el cinturón antes de quedarse dormida y volvió a fijar la mirada en los haces de luz que sus faros a duras penas dibujaban en el asfalto. La camioneta les pisaba los talones y no parecía tener intención de adelantar, sino que seguía acelerando, rozando su parachoques trasero a punto de golpearles. Y tras girar un recodo cerrado en el que Víctor se vio obligado a frenar para no salirse de la curva el gigantesco camión embistió contra su maletero proyectando el coche hacia delante.

El modesto utilitario de Víctor parecía de juguete al lado de la furgoneta. Ésta lo empujó por segunda vez, y pocos metros después una tercera, Víctor estaba tan aterrado que no era capaz de reaccionar. Le costaba horrores recuperar el control del vehículo después de cada embestida y aunque consiguiera alejarse, el pánico ante la falta de referencias en la carretera le impedía coger distancia y era alcanzado al instante. Tenía ganas de llorar y de chillar al mismo tiempo, Estefi empezó a chillar histérica, buscando cualquier asidero donde agarrarse. El pánico se apoderó de padre e hija mientras un golpe tras otro sus cuerpos se sacudían violentamente contra el parabrisas. Víctor hubiera querido bajar la ventanilla, asomarse e increpar a ese hijo de puta, quería gritarle que dejara de jugar con la vida de su hija, quería encontrar un desvío, quería dejar de sudar, quería volver a gobernar su propio coche, que tras otra embestida dejó de sentir el asfalto bajo sus ruedas.

Un centenar de ramas y hojas arañaron la lluvia del parabrisas de Víctor y golpearon la carrocería como un pasillo de dedos inertes. Conductor y copiloto zozobraron en sus asientos apenas sujetos por el cinturón de seguridad mientras ventanas, salpicadero y techo parecían echárseles encima. Estefi agarró el brazo de su padre con la expresión desencajada, incapaz de gritar de puro miedo. El coche atravesó la barrera boscosa del borde del acantilado y de repente fue como si quedara suspendido en el aire. Un horror interminable de caída hasta el lecho de rocas y mar les miraba desde abajo mientras los neumáticos seguían girando, estúpidos, en desesperada búsqueda de sustento.

El golpe contra las olas fue terrible. El velo negro que era el mar se les echó encima con tal fuerza que sacudió los cristales y agrietó el parabrisas, ambas cabezas rozaron el salpicadero, retenidas en el último momento por el jalón abrasador del cinturón de seguridad que las rebotó en el respaldo.

El agua venció la resistencia del parabrisas y empezó a invadir el habitáculo del coche tan deprisa como si el mar se vaciara sobre ellos. Estefi no sabía cómo dejar de gritar mientras su padre luchaba por deshacerse del cinturón de seguridad y liberarla a ella del suyo. La radio se apagó, fundida, las luces del salpicadero también, los sistemas eléctricos que controlaban las ventanillas delanteras fallaron y entre el miedo y el aturdimiento Víctor no era capaz de hallar fuerzas para abrir la puerta.

Se estaban quedando sin aire, con el nivel del agua subiendo cada vez más cerca de sus cabezas y el coche descendiendo deprisa hacia el fondo del acantilado. Víctor rogó a su hija que dejara de gritar, iban a necesitar todo el aire de sus pulmones para nadar hacia arriba… si salían del coche.

Pero las puertas no se abrían y las ventanillas eléctricas estaban muertas. El agua había empujado el cristal del parabrisas pero sin desprenderlo del todo, y con el habitáculo inundado Víctor no fue capaz de arrancarlo por más que tirara para un lado y para otro. Y por el hueco que quedaba no podían salir.

El agua estaba a punto de dejarles sin aire, no había tiempo para forcejear con un cristal encallado. Estefi, de rodillas sobre su asiento, apenas conseguía asomar la boca por fuera del agua en el espacio entre ésta y el techo del coche, Víctor se atrevió a dejarla sola, se sumergió y pasó a los asientos traseros donde las ventanillas no eran eléctricas sino de manivela, se alegró de no haberse comprado aquel coche nuevo cuando cobró la paga extra.

Consiguió bajar del todo una de las ventanillas pero el tiempo apremiaba más que nunca, asomó la boca por encima del agua para llenarse de oxígeno por última vez y le gritó a su hija que tomara todo el aire que pudiera. No estaba seguro de que le hubiera oído, ya no podía verla y no sabía si aún conservaba las vías respiratorias fuera del agua. En todo caso se sumergió, tiró de los brazos de Estefi y la sacó del coche por la ventanilla. La niña no se movía, así que tuvo que bucear hacia la superficie con un solo brazo mientras con el otro sujetaba el cuerpo inerte de su hija.

Los segundos corrían en su contra y para colmo la condenada tormenta que ennegrecía el cielo le impedía calcular la distancia que le quedaba hasta reencontrarse con el aire, oxígeno frío y cortante que les salvara la vida, Sí, estaba convencido de que si llegaba a tiempo Estefi…

¡Más! ¡Un poco más! Víctor estaba buceando a ciegas y por eso le sorprendió sentir la brisa helada estremeciendo sus mejillas cuando sacó la cabeza del agua antes de lo que esperaba. Sus fauces y sus pulmones se abrieron de golpe para devorar la bocanada de aire más urgente de toda su vida. Sintió una punzada de dolor en los oídos y unas terribles náuseas que le obligaron a vomitar, pero no se permitió el lujo de desfallecer y se apresuró a sacar la cabeza de Estefi del agua para nadar hacia la pared rocosa sujetándola por el cuello, como había visto hacer en las películas.

El mar estaba negro como la noche misma, Víctor era incapaz de adivinar cuántos metros más, cuánta tortura de corrientes y olas heladas le quedaban antes de poner a salvo a su hija.

Una vez esquivada la asfixia su mayor amenaza era partirse el cráneo contra las rocas traicioneras que se escondían medio sumergidas al pie del acantilado, así que nadó en paralelo a la costa hasta encontrar un espacio despejado por el que acercarse a la orilla. No sentía respiración en el cuerpo de Estefi e ignoraba cuánto tiempo llevaba la niña inconsciente, la sacó del agua a trompicones y tambaleante, y se dejó caer junto a ella en la arena negra de una pequeña cala que había conseguido distinguir con suerte bajo el manto de lluvia. Tumbó a su hija boca arriba y acercó el oído a los pequeños labios lívidos y azulados. Había salvado su propia vida pero ahora tenía que salvar la de ella.

Se arrodilló a su lado, colocó las manos una sobre otra y buscó el esternón de la niña, estiró los brazos y se dejó caer sobre ella cinco veces. Taponándole la nariz y arqueándole la nuca le sopló tres veces con fuerza en la boca, después repitió el masaje cardiaco y otra serie más de insuflaciones. No había respuesta. Lo cierto era que Víctor no tenía ni idea de la manera correcta de realizar toda aquella maniobra, no sabía más que lo visto en la tele y no estaba seguro de que su esfuerzo sirviera para algo. Las lágrimas corrían por su piel empapada y goteaban sobre el tutú rosado de su hija, pero luchó por no entregarse a la desesperación antes de intentarlo todo por devolverla a la vida.

Regresó al masaje cardiaco, seis veces, no, diez, ¿no eran doce? Después de cada serie soplaba en la boca de Estefi el poco aire que era capaz de reunir entrecortado por el llanto. Pero la niña no reaccionaba, así que volvió a empujar sobre su pecho cada vez con más fuerza, con más no, con toda su fuerza. ¡Vive! ¡Vuelve, niña! ¡Te digo que vivas!

Casi una hora después Víctor se sentó sobre una roca incapaz de mirar el cadáver de su hija. Hacía rato que la pequeña había empezado a sangrar por la comisura de los labios y por los agujeros de la nariz, su piel estaba fría y sus ojos, incomprensiblemente abiertos, parecían querer saltar de las órbitas. Víctor no recordaba en qué momento la niña había separado los párpados, pero estaba seguro de que los tenía cerrados cuando la había sacado del agua. Ahora su mueca, todo su gesto, era de un insoportable dolor. Víctor no entendía por qué.

Al alba le despertó el zumbido de una sirena. Desde lo alto del acantilado le llegaron también las voces de un grupo de bomberos, dos de ellos bajaron para colocar arneses de escalada alrededor de su cintura y de la de su hija. Del cadáver de su hija.

Había dejado de llover y siempre, después de una tormenta así, los guardacostas realizaban una ronda buscando algún incidente. Afirmaron haber dado con la pareja por casualidad, apenas se les veía.

En el camino en ambulancia hasta el hospital los técnicos sanitarios hicieron todo lo posible por convencerle de que se bebiera el contenido de una taza caliente y se recostara en su asiento. Les había contado que había pasado la noche temblando, acurrucado contra la pared del acantilado y congelado por el frío y la humedad. Apenas había dormido, y ahora ellos querían obligarle a descansar. Pero cómo iba a hacerlo teniendo frente a él a su pequeña, a todo cuanto le quedaba en el mundo, yaciendo inmóvil y sin vida debajo de una sábana blanca.

No pasó mucho rato ingresado en el hospital. El doctor de Urgencias no le encontró más lesiones que algunos hematomas y dejó en sus manos la decisión de irse a casa. Prefirió marcharse, pero antes esperó a recibir las primeras impresiones del médico forense. Llegaron a media mañana, tras una espera que se le hizo eterna. Ahora, a solas ya en su salón, repasaba en su mente lo que le había dicho el doctor, recordaba cada palabra, mientras su índice derecho acariciaba el metal del gatillo.

Estefi no tenía agua en los pulmones. No había muerto ahogada. Las lesiones mortales las habían causado una serie de fracturas en las costillas que habían desgarrado, por no decir destrozado, el corazón y los pulmones. ¿Intentó usted reanimarla, caballero?

Siempre había pensado que el metal del revólver estaría frío, eso decían en las películas y en las novelas de baratillo. Ni siquiera sabía si eso era un revólver. Lo compró hacía mucho tiempo, más bien, lo sacó de extranjis en una tienda de empeños y ni siquiera sabía si funcionaría. La mirada desencajada de Estefi le robó el aire cuando cerró los párpados y apretó los dientes entorno al cañón. Su cuerpecito quebrado, su flequillo enmarañado y pegado a la cara. La sangre que empapaba su barbilla y mojaba su pecho amoratado era oscura como ese mar que había sido su tumba.

No, había muerto en la arena.

Víctor constató que estaba llorando de nuevo, había matado a su hija. Frunció los ojos, desesperado, e hizo ademán de gritar. Fue la primera vez que disparaba un arma de fuego.



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martes, 29 de septiembre de 2009

Letras de Sangre: 'La Carretera', de Cormac McCarthy


Adentrarse en una novela nueva siempre es un esfuerzo, esfuerzo porque sabes que para bien o para mal no te la quitarás de encima en hora y media o dos horas, como una película, sino que probablemente sentirte a gusto y conectar con ella te llevará algo más de tiempo. Adentrarse además en una novela tan cacareada a bombo y platillo no sólo es un esfuerzo sino que cargas con la presión de que como no te guste eres un poco raro.

A mi no me disgusta ‘La Carretera’, de este raro genio americano que dicen es Cormac McCarthy, pero tampoco me ha entusiasmado como para no presentar algunas quejas.



La Carretera es una novela tremenda. Tremendamente dura, tremendamente seca y tremendamente pesimista. No hay un motivo para la sonrisa en esta carretera. Cuenta la historia de un padre y su hijo pequeño, supervivientes en un mundo devastado, postapocalíptico, en el que los mares y los ríos ya no fluyen, la ceniza y el polvo cubren las ruinas de lo que una vez fueron nuestras ciudades y los humanos son la última especie a extinguir.

En este mundo al fin de sus días padre e hijo emprenden una desesperanzada huída hacia el sur, siguiendo una solitaria carretera que les hará atravesar mil peligros. El calor, el frío, la sed y el hambre, la falta de sustento y cobijo, la soledad, las enfermedades pero, sobretodo, la presencia o no de otros supervivientes como ellos.

En La Carretera no hay héroe y el villano es el propio ser humano, responsable de la situación del planeta y culpable de la muerte que acecha en cada página. El padre y el hijo de la novela de McCarthy no son más que ejemplos de otros cientos de vidas al límite de la supervivencia, como ellos.



Las causas de tal desastre no quedan más que pinceladas en La Carretera, igual que sus consecuencias, plasmadas en el pesimismo, desesperación y rendición de algunos protagonistas. El dolor que transmite cada línea es tan duro y frío como un filo de acero.

Porque La Carretera está escrita de una manera extraña que torea las leyes de la corrección estilística. Ausencia de los signos de puntuación apropiados, frases largas que no hacen más que añadir información sin cesar hasta aturullarse, sin capítulos, sin apenas diálogos. La novela discurre a lo largo de un millar de descripciones que una a una no son excesivas o cargantes, pero que convertidas en el único hilo narrativo terminan por cansar.

Que la prosa es efectiva y que la falta de adornos acrecienta la sensación de pesimismo, de desamparo, sí, la novela es dura y cruel como ella sola. Pero que la manera de narrar es confusa y por momentos distante, también.



De manera que me ha gustado La Carretera, en algunos aspectos me ha gustado mucho y sé reconocer que estoy ante un pedazo de libro del que se va a hablar y mucho y no sólo por la peli que Viggo Mortensen estrenará en 2010. Es un gran libro y muy recomendable, sobrecogedor y brutalmente intenso, pero también advierto que está escrito de una manera que puede hacerlo difícil al principio.


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viernes, 18 de septiembre de 2009

Letras de Sangre: Duma Key


La última novela en salir a la venta de Stephen King es algo así com un carrusel de feria, de estos de caballitos pintados de colores, en el que a cada rato estás arriba como al siguiente estás abajo. Duma Key nos presenta a uno de los personajes más complejos y mejor construídos por el maestro del suspense, además de un entorno perfectamente dibujado y descrito, el problema es precisamente ése, que a fuerza de tanto construír, dibujar y describir personajes y espacios, la novela adolece a menudo de un ritmo insostenible.

Puedo decir que Duma Key me atrapó nada más que en el último tercio de la novela, hasta entonces mi lectura era algo así como un esfuerzo frustante con la esperanza de que SK no me iba a fallar a estas alturas y que algo bueno iba a encontrar al final del camino.

Fue así, de hecho, Duma Key tiene un sprint final que recomiendo a todo aquel aficionado al género, lo que me pregunto es si merecen la pena las quinientas páginas anteriores para llegar a esa verdadera "chicha".

Edgar Freemantle es un constructor forrado de millones que en un accidente laboral pierde su brazo derecho, además de sufrir terribles heridas y salvar la vida por los pelos, lo que le convertirá, a partir de ese momento, en un hijo de puta inestable, bipolar, cargado de insoportables dolores y una cruel pérdida de memoria. Tendrá que aprender a andar, a hablar y hasta a valerse por si mismo de nuevo, lo que le lleva a una situación de angustia vital que termina pagando con su familia y sus seres más cercanos.

En el largo sufrimiento que supone la rehabilitación sus accesos de ira incontenibles le harán perder a su esposa, su matrimonio y a su familia, de manera que su terapéuta le recomienda una escapada, un cambio de aires, empezar una vida nueva que le ayude a mejorar sin causar más daño a nadie.

Así aterrizará en la vieja mansión de Duma Key, un caserón de cien años colgado sobre el golfo de Florida, un lugar encantador y... encantado. Al rumor del sonido de las conchas le poseerá una terrible ansia por recuperar su vieja pasión por la pintura, y la pintura cambiará por completo su vida, mucho más de lo que hubiera deseado.

La novela arranca de un modo lento, intrascendente y casi confuso. Pasan un montón de cosas pero ninguna tiene un mínimo interés, hasta que Edgar llegue a Duma Key y empiece a experimentar esos sucesos inexplicables. El ritmo vuelve a decaer a continuación, pero por fin, al llegar el momento de resolver el misterio y vivir el desenlace, encontramos uno de los finales más dramáticos y aterradores de los último libros de King.

Clavado en la tradición y el folclore de la vieja y profunda América, tal como le suele gustar al autor -Duma Key puede recordar por pasajes a la excepcional 'Un saco de huesos'-, el enigma desencadenante del Terror en esta novela no es de lejos tan interesante o elaborado como en otras obras anteriores, de hecho queda un poco inconcluso, sin explicar, como en el aire, pero una vez más toda la parafernalia conque lo adorna King y la manera en que ese misterio influye en el presente vuelve a ser magistral.

En definitiva, Duma Key, obra mediana del gran King, pero en la línea del último King, en la que habrá que tener paciencia para llegar a un último tercio espectacular que de verdad merece la pena.

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martes, 2 de junio de 2009

A la venta, por fin, Claro de Luna, de Miguel Aguerralde

Se ha hecho esperar -como todo lo bueno, por otra parte- pero ya está a nuestra disposición la primera novela de Miguel Aguerralde, o séase, el pesado incontenible que os tortura sin descanso desde esta web con sus relatos y sus críticas interminables.

Claro de Luna no es su primera novela, pero sí la que rompe el hielo y se atreve a ver la luz. Es una novela de misterio cercana al Terror -cómo no- en la que una joven locutora de radio de Las Palmas lo va a pasar realmente mal.

Claro de Luna sale a la venta gracias a Ediciones Idea, ya se puede encontrar en las principales librerías de Las Palmas y Tenerife y en muchas de la península, también se puede conseguir en formato ebook, que sale más barato, y por encargo en cualquier libreria del planeta. También está disponible para comprarlo en la propia web de la editorial.

El próximo viernes 13 de noviembre se hará la presentación oficial en la sala Ámbito Cultural El Corte Inglés en Las Palmas de Gran Canaria, con la presencia del autor, la editorial y con firma de libros incluída. Ay, qué nervios.


Aquí, la sinopsis de 'Claro de Luna', para que puedan salir corriendo a por ella.




Buenas noches a todos. Bienvenidos a vuestro “Claro de
Luna”, donde cada palabra tiene respuesta.

Así comenzaba cada noche Luna Ortega su programa de radio.La vida no ha resultado fácil para Luna, monotonía y frustración entre medias de un fracaso amoroso tras otro. Sabe que ha llegado la hora de un cambio.
Presenta un programa radiofónico nocturno, cada madrugada presta oídos a las voces anónimas que buscan en ella consuelo y compañía.Hasta que una de esas llamadas resulta ser diferente a todas las demás, a medio camino entre un crimen horrible y una broma macabra.

Luna no sabe qué pensar, pero desde ese momento se sentirá acosada, vigilada, perseguida, con su vida sumida en una espiral de miedo y confusión en la que sólo tendrá la ayuda de un joven del que sabe tan poco como de ella misma.

Ahora Luna debe luchar por sobrevivir, ése no era el cambio que su vida necesitaba.



P.D: Muchas gracias a todos los que me han ayudado y apoyado en todo este camino, que empezó allá por el 2002 (má o meno) -gracias Pepe, gracias family y, por encima de todo, gracias Patry-, lo de menos es que la novela se venda, lo primero es lo orgulloso que me siento.

Espero que os guste. ¡Corre, Luna, corre!

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martes, 26 de mayo de 2009

'Nocturna', la novela de Guillermo del Toro y Chuck Hogan


Una estirpe maldita se propaga por el mundo. Y tú tienes bajo la piel algo que les vuelve locos.

De la mano de la editorial Suma de Letras llega a las librerías españolas Nocturna (The Strain), una novela de vampiros escrita a cuatro manos por el genial cineasta Guillermo del Toro y el escritor Chuck Hogan, autor del best seller The Standoff y cuya última novela, Prince of Thieves, ganó el premio Hammet de novela negra y está siendo llevada al cine.

Según cuenta hoy Uruloki, haciéndose eco de una fantástica entrevista concedida por Del Toro a Wired, esta novela iba a ser en principio una serie para la Fox. Sin embargo, discrepancias con la productora -qué raro- dieron al traste con la colaboración y Nocturna se comvirtió en una novela, inicio de una trilogía vampírica llamada Trilogía de la Oscuridad.

Este es el video introductorio:





No soy yo muy amigo de las injerencias, es decir, ni de literatos que se meten a directores de cine (Crichton, Barker) ni de lo contrario, sin embargo, para escribir Nocturna Del Toro ha sabido acompañarse por un eficiente escritor de lo que los americanos llaman thrillers, y eso, unido a su retorcida e hilarante imaginación, me da cierta confianza.

Del Toro es un fanático del mundo vampírico, no hay más que recordar su Cronos o su participación en la saga Blade, y con Nocturna, La Trilogía de la Oscuridad, pretende estallar una revolución definitiva en la literatura de vampiros. Aterradora, brutal, despiadada.

Todo comienza con el aterrizaje en Nueva York de un vuelo proveniente de Berlín. Cuando ya se estaba dirigiendo hacia la puerta para permitir el descenso de los pasajeros, todo se oscurece. ¿Qué ha ocurrido? El avión permanece oscuro y silencioso mientras un equipo de emergencias lo observa, impotente y desconcertado. Hasta que, lentamente, la puerta comienza a abrirse. Y he aquí el principio del fin. La propagación de una estirpe se extiende sin control y nadie estará a salvo.

Los vampiros toman Manhattan. A partir de ahí...

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lunes, 25 de mayo de 2009

Corazones Perdidos, de M. R. James


Me ha dado por los cuentos de fantasmas, eso parece.

Montague Rhodes James es considerado el padre del ghost story. Espíritus, aparecidos y fantasmas pueblan su literatura, referente de los mejores escritores de Terror, desde Lovecraft a Poe.

Sus cuentos de terror, enmarcados en ambientes cotidianos de finales del XIX, tienen la extraña virtud de horrorizar y conmover al tiempo. Tenía ganas de mostrar una perla de este genial antepasado de los Cuentacuentos de lo Oscuro, es un poco largo, pero a la vez es aterrador. De verdad merece la pena.




Fue en septiembre de 1811, según he comprobado, cuando se detuvo un coche de alquiler en la puerta de Aswarby Hall, en el corazón de Lincolnshire. Un niño, que era el único pasajero, saltó abajo en cuanto paró y se puso a mirar en torno suyo con viva curiosidad durante el breve intervalo que trans­currió desde que sonó la campanilla hasta que se abrió la puerta. Vio una casa alta, cuadrada, de ladrillo rojo, de los tiempos de la reina Ana; se le había aña­dido una portalada con pilares de piedra del más puro estilo clásico de 1790; sus ventanas eran numerosas, altas, estrechas, con cristales pequeños y gruesa carpintería blanca. Un frontón perforado por una ventana redonda coronaba la fachada. Dos alas, a derecha e izquierda, comunicaban con el cuerpo central mediante curiosas galerías acristaladas sostenidas por columnatas. En estas alas se hallaban claramente las cuadras y los servicios de la casa. Cada una tenía una cúpula ornamental rematada por una veleta dorada.

La luz del ocaso daba en el edificio haciendo brillar los cristales como si estu­viesen en llamas. Frente a la mansión se extendía un parque llano salpicado de robles y bordeado de abetos que se recortaban contra el cielo. El reloj de la torre de la iglesia -oculta tras la franja de árboles, y cuya veleta dorada era lo único de ella que recibía la luz- estaba dando las seis, y sus tañidos llegaban blandamente arrastrados por el viento. Todo contribuía a transmitir al espíritu del niño una impresión agradable, aunque teñida de esa especie de melancolía propia de un atardecer de principios de otoño, mientras esperaba a que le abriesen.

El coche le traía de Warwickshire, donde unos seis meses antes se había que­dado huérfano. Gracias al generoso ofrecimiento de su viejo pariente el señor Abney llegaba ahora a Aswarby para quedarse. Fue un ofrecimiento inesperado, porque los que conocían algo al señor Abney le consideraban una especie de aus­tero recluso para el que la llegada de un niño supondría un elemento nuevo y previsiblemente incompatible con la rutina de la casa. La verdad es que se sabía muy poco de las actividades y el carácter del señor Abney. Habían oído decir al profesor de Griego de Cambridge que el hombre que más sabía sobre creencias religiosas de los últimos paganos era el dueño de Aswarby. Desde luego, su biblioteca contenía todo lo publicado hasta entonces sobre los Misterios, los poemas órficos, el culto a Mitra y los neoplatónicos. En el vestíbulo enlosado de mármol se alzaba un hermoso grupo de Mitra matando al toro, importado de levante a un coste considerable por el dueño. Éste había publicado una descrip­ción de dicho grupo en la Gentleman's Magazine, y había escrito una notable serie de artículos en la revista Critical Museum sobre supersticiones de los roma­nos durante el Bajo Imperio. En resumen, se le tenía por una persona sumergida en los libros; por lo que causó una sorpresa enorme entre sus vecinos que se hubiese enterado siquiera de la existencia de Stephen Elliott, su pariente huér­fano, y más aún que se hubiera ofrecido a acogerle en Aswarby Hall.

Pensara lo que pensase la vecindad, lo cierto es que el señor Abney -el alto, flaco y austero señor Abney- parecía dispuesto a brindar a su jovencísimo primo una cálida acogida. En el instante en que abrían la puerta de la entrada salió él precipitadamente de su despacho frotándose las manos de satisfacción.

-¿Qué tal, muchacho, cómo estás? -dijo-. ¿Cuántos años tienes...? Quiero decir, espero que no estés demasiado cansado del viaje como para no cenar, ¿verdad?

-No; gracias, señor -dijo el señorito Elliott-. Estoy bien.

-Buen chico -dijo el señor Abney-. ¿Y cuántos años tienes?

Parecía un poco raro que le hiciera dos veces la misma pregunta en los pri­meros dos minutos de conocerse.

-Voy para los doce, señor -dijo Stephen.

-¿Y cuándo los cumplirás, pequeño? El doce de septiembre, ¿eh? Eso está bien; eso está muy bien. Dentro de un año, casi, ¿no? Me gusta... ¡je, je!... me gusta anotar estas cosas en mi libro. ¿Seguro que el doce? ¿Seguro?

-Sí; completamente seguro, señor.

-¡Bien, bien! Parkes, llévele a la habitación de la señora Bunch y que tome su té, cena o lo que sea.

-Sí, señor -contestó el circunspecto señor Parkes; y condujo a Stephen a las regiones inferiores.

La señora Bunch era la persona más amable y humana de cuantas Stephen había tenido ocasión de conocer hasta ahora en Aswarby. Le hizo sentirse com­pletamente a gusto; al cuarto de hora habían hecho ya gran amistad; amistad que siguieron conservando. La señora Bunch había nacido cerca de la residen­cia unos cincuenta años antes de la llegada de Stephen, y llevaba veinte viviendo en ella. Así que si alguien estaba al corriente de cuanto ocurría en la casa y en el contorno era ella; y no le desagradaba ni mucho menos hacerse eco de cualquier novedad.

Naturalmente, había multitud de cosas en la residencia y en sus jardines que Stephen, que era de inclinación aventurera y curiosa, estaba deseoso de que le explicasen. «¿Quién construyó el templo del final del paseo de laureles? ¿Quién es el anciano del cuadro de la escalera, sentado junto a una mesa con una cala­vera debajo de la mano?» Éstas y otras preguntas por el estilo le quedaron acla­radas gracias a la poderosa fuente de información que era la señora Bunch. Había otras, en cambio, cuya explicación encontró menos satisfactoria.

Un atardecer de noviembre, Stephen se hallaba sentado ante la chimenea del cuarto del ama de llaves pensando en todo lo que le rodeaba.

-¿Es bueno el señor Abney, e irá al cielo? -preguntó de repente, con esa confianza tan típica de los niños en la capacidad de los mayores para resolver estas cuestiones, cuya decisión se considera reservada a otros tribunales.

-¿Bueno? ¡Dios le bendiga! -dijo la señora Bunch-. ¡El señor es la persona más bondadosa que he conocido en mi vida! ¿No te he hablado nunca del niño que recogió, puede decirse que de la calle, hará siete años? ¿O de la niña, a los dos años de entrar yo a trabajar?

-No. ¡Ande, cuéntemelo, señora Bunch!... ¡Cuéntemelo ahora!

-Bueno -dijo la señora Bunch-; de la niña no me acuerdo muy bien. Sé que el señor la trajo un día al volver de su paseo, y dio orden a la señora Ellis, que era el ama de llaves entonces, de que la atendiese en todo. La pobre cria­tura no tenía a nadie (ella misma me lo dijo), y vivió aquí con nosotros como unas tres semanas. Después, sea porque tenía algo de sangre gitana o por lo que fuera, saltó de la cama una madrugada antes de que los demás hubiéramos abierto los ojos, y desde entonces no hemos vuelto a saber de ella. El señor movilizó a toda la comarca y mandó dragar todas las charcas; pero yo estoy convencida de que se fue con los gitanos. Porque la noche en que desapareció estuvieron cantando alrededor de la casa lo menos una hora; y Parkes asegura que les oyó dar voces toda esa tarde en el bosque. ¡Pobrecilla!, era una niña rarí­sima, y muy reservada; aunque yo me entendía con ella a las mil maravillas, porque era muy casera. Curioso, ¿verdad?

-¿Y qué pasó con el niño? -dijo Stephen.

-¡Ah, pobre chico! -suspiró la señora Bunch-. Era extranjero; se llamaba Jevanny, y apareció por el camino tocando su zanfoña un día de invierno. El señor le hizo entrar en seguida, le preguntó de dónde venía, cuántos años tenía, cómo había llegado, y dónde estaban sus parientes, todo con una amabi­lidad que no podía pedirse más. Pero pasó lo mismo. Me parece que esos extranjeros son gente ingobernable; y una madrugada cogió y se fue, igual que la niña. Estuvimos preguntándonos lo menos un año por qué lo haría, y qué haría; porque no se llevó la zanfoña, que aún sigue en ese anaquel.

Stephen se pasó el resto de la velada haciéndole preguntas a la señora Bunch y tratando de sacarle unas notas a la zanfoña.

Esa noche tuvo un sueño extraño. Al final del pasillo de arriba, donde estaba su dormitorio, había un cuarto de baño que no se utilizaba. Estaba cerrado con llave; pero la mitad superior de la puerta era de cristal, y dado que había desaparecido hacía tiempo la cortina de muselina que lo había ocultado del pasillo, podía verse desde fuera la bañera de plomo pegada a la pared de la derecha, de cara a la ventana. La noche a la que me refiero, Stephen Elliott se descubrió a sí mismo mirando a través del cristal de esa puerta. La luna entraba por la ventana, y Stephen observaba fijamente una figura que había en la bañera.

Su descripción de lo que vio me recuerda lo que vi una vez en la famosa cripta de la iglesia de St. Michan, en Dublín, que tiene la horrible propiedad de preservar los cadáveres de la descomposición durante siglos. Era una figura indeciblemente delgada y conmovedora, de un color ceniciento, envuelta en una prenda parecida a un sudario, con sus finos labios contraídos en una leve y horrible sonrisa, y las manos fuertemente apretadas en la región del corazón.

Y mientras la miraba, pareció brotar de ella un gemido lejano, casi inaudi­ble, y empezó a mover los brazos. El terror de la escena hizo retroceder a Stephen, y despertar al hecho de que, efectivamente, se hallaba de pie en el frío entarimado del corredor, a plena luz de la luna. Con un valor que no creo que sea corriente en los chicos de su edad, se acercó a la puerta del cuarto de baño a comprobar si estaba allí realmente la figura del sueño. No estaba; así que regresó a la cama.

A la señora Bunch le causó honda impresión, a la mañana siguiente, lo que le contó Stephen; al extremo de que volvió a poner una cortina en la puerta de cristal del cuarto de baño. El señor Abney, por su parte, al que contó también su experiencia en el desayuno, se mostró enormemente interesado, y tomó notas al respecto en lo que llamaba «su libro».

Se aproximaba el equinoccio de primavera, y el señor Abney se lo recordaba a menudo a su joven pariente, añadiendo que los antiguos lo consideraron siempre una época difícil para los jóvenes, que haría bien en cuidarse, cerrando la ventana durante la noche, y que Censorinus hacía estimables comentarios sobre el particular.

Dos incidentes ocurrieron por entonces que impresionaron a Stephen. El primero fue después de pasar una noche con sensación de opresión y desasosiego... aunque no consiguió recordar qué había soñado. Ya por la tarde, la señora Bunch estaba ocupada en coser el camisón de Stephen.

-¡Válgame Dios, señorito Stephen! -exclamó de repente con cierta irrita­ción-, ¿qué ha hecho para dejar el camisón como unos zorros? ¡Mire el trabajo que da a las pobres criadas que tienen que zurcir y remendar!

Efectivamente, la prenda tenía una serie de desgarrones de lo más deplorables cuyo zurcido requería una aguja hábil. Estaban todos en el lado izquierdo del pecho: unos surcos largos, paralelos, de unas seis pulgadas; algunos no llega­ban a rasgar el tejido. Stephen sólo pudo manifestar que ignoraba por com­pleto su origen; estaba seguro de el camisón no los tenía la noche anterior.

-Pero, señora Bunch -dijo-, son iguales que los arañazos que tiene por fuera la puerta de mi cuarto; y le aseguró que no los he hecho yo.

La señora Bunch le miró boquiabierta; acto seguido cogió una vela, salió apresuradamente de la habitación, y la oyó subir. Unos minutos después bajó.

-No sé, señorito Stephen -dijo-; es muy extraño cómo han podido apare­cer esos arañazos ahí: están demasiado altos para ser de un perro o de un gato, y menos aún de una rata. Parecen hechos por las uñas de un chino, como nos contaba un tío mío que estuvo en el negocio del té cuando éramos chicas. Yo que usted no le diría nada al señor; pero cierre la puerta con llave cuando se vaya a acostar.

-Siempre lo hago, señora Bunch, después de rezar.

-¡Ah, buen chico! No se olvide nunca de rezar, y no le ocurrirá nada malo.

Dicho esto la señora Bunch se aplicó en coser los desgarrones del camisón, quedándose pensativa de cuando en cuando, hasta que se hizo hora de acos­tarse. Esto ocurrió un viernes por la noche, en marzo de 1812.

Durante la velada siguiente, el dúo habitual formado por Stephen y la señora Bunch se vio aumentado con la llegada repentina del mayordomo, el señor Parkes, que por regla general no salía de sus dominios. No se dio cuenta de que estaba Stephen; además, entró más nervioso y menos circunspecto que de costumbre.

-Si el señor quiere vino por la noche que vaya él a buscarlo -fue su primer comentario-. O lo subo de día, o no lo subo, señora Bunch. No sé qué puede ser: lo más probable es que sean las ratas o el viento que se cuela en las bodegas; pero yo ya tengo muchos años, y ya no lo soporto como cuando era joven.

-Vaya, señor Parkes; sería muy raro que hubiera ratas en esta casa, y usted lo sabe.

-No lo voy a negar, señora Bunch; y aunque he oído contar muchas veces a los hombres del astillero lo de la rata que hablaba, jamás me lo he creído; pero esta noche, si llegó a pegar la oreja a la puerta de la cueva del fondo, seguro que me habría enterado de lo que decían.

-¡Vamos, señor Parkes, no consiento que diga esas fantasías! ¡Ratas hablando en la bodega! ¿Habráse visto?

-Bueno, señora Bunch, no quiero discutir con usted; lo único que digo es que si va a la cueva del fondo y pega la oreja a la puerta, puede comprobar ahora mismo lo que digo.

-¡Señor Parkes, está diciendo tonterías... que no está bien que oiga un niño! Va a asustar al señorito Stephen.

-¡Cómo! ¿El señorito Stephen? -dijo Parkes reparando en la presencia del niño-. El señorito Stephen, señora Bunch, comprende que le estoy gastando una broma.

La verdad es que el señorito Stephen comprendía demasiado para suponer que el señor Parkes quisiera gastar ninguna broma. Mostró interés -un interés no del todo grato- por el caso. Pero ninguna de sus preguntas consiguió sacarle al mayordomo más detalles sobre su experiencia en la bodega.

Llegamos ahora al 24 de marzo de 1812. Fue un día de experiencias singulares para Stephen; un día de viento y ruidos que llenaron la casa y el parque de un vago desasosiego. Estando en la valla del jardín contemplando el parque, sintió como si desfilara ante él un cortejo interminable de seres invisibles arrastrados por el viento,irresistiblemente, sin objeto, mientras pugnaban en vano por detenerse, por sujetarse a lo que fuera para poner fin a su vuelo y volver a entrar en contacto con el mundo de los vivos del que habían formado parte.

Ese día, después de comer, dijo el señor Abney:

-Stephen, muchacho, ¿te importaría venir esta noche a mi despacho, a eso de las once?; hasta esa hora estaré ocupado. Quiero enseñarte algo que tiene que ver con tu vida futura, y es de suma importancia que conozcas. No se lo digas a la señora Bunch ni a nadie de la casa; y es mejor que subas a tu habita­ción a la hora de siempre.

He aquí una nueva emoción que añadir a la vida. Stephen aprovechó con avidez la ocasión que se le brindaba de permanecer levantado hasta las once. Esa noche, al subir, se asomó a la puerta de la biblioteca y observó que el bra­sero que había visto a menudo en un rincón de la estancia estaba delante de la chimenea; sobre la mesa había una antigua copa plateada llena de vino tinto, y al lado unas hojas escritas. En el momento de pasar Stephen el señor Abney estaba cogiendo pellizcos de incienso de una cajita redonda y espolvoreándolo en el brasero; pero no oyó sus pasos.

El viento había cesado. La noche era tranquila y había luna llena. Hacia las diez, Stephen estaba de pie junto a la ventana abierta de su dormitorio con­templando el campo. Pese a la quietud general, aún no se habían acallado los misteriosos habitantes del bosque lejano bajo la luna. De cuando en cuando le llegaban del otro lado del estanque gritos extraños como de seres errantes, per­didos, desesperados. Quizá eran chillidos de lechuzas o gaviotas, aunque no sonaban exactamente igual que el graznido de estas aves. ¿No se estaban acer­cando? Unos momentos después provenían de la orilla más próxima. Y ahora parecían flotar en la zona de los arbustos. Cesaron a continuación. Pero justo cuando Stephen se disponía a cerrar la ventana y volver a su lectura de Robin­son Crusoe advirtió dos figuras detenidas en el paseo de grava que se extendía junto a la residencia: las figuras de un niño y una niña, parecían; estaban el uno al lado del otro y miraban hacia las ventanas. La de la niña le recordaba de manera irresistible a la de la bañera que había visto en sueños. El chico le inspi­raba un miedo más intenso.

Mientras la niña permanecía inmóvil, medio sonriendo, con las manos apretadas sobre el corazón, el chico, de figura delgadísima, cabello negro y ropa andrajosa, alzó los brazos como en un gesto de amenaza y hambre y ansia insaciable. La luna iluminó sus manos traslúcidas, y Stephen vio que tenía las uñas terriblemente largas y que las atravesaba la luz. Y al alzar los brazos reveló un detalle espantoso: en el costado izquierdo del pecho tenía abierto un negro., agujero. Y entonces le llegó a Stephen -más al cerebro que al oído- uno de esos gritos hambrientos y desolados que habían estado resonando en el bosque de Aswarby. Acto seguido la horrible pareja se desplazó veloz y silenciosa por la grava, y dejó de verla.

Aunque indeciblemente asustado, decidió coger una vela y bajar al despa­cho del señor Abney, porque casi era la hora a la que le había citado. El despa­cho o biblioteca daba a un lado del vestíbulo; y Stephen, acuciado por sus terrores, llegó en un abrir y cerrar de ojos. No le fue tan fácil entrar. La puerta no estaba cerrada con llave, desde luego, ya que la llave estaba puesta por fuera como de costumbre. Sus repetidas llamadas no obtuvieron respuesta. El señor Abney estaba ocupado: le oía hablar. ¿Qué ocurría? ¿Por qué trataba de gritar? ¿Y por qué se le ahogaba un grito en la garganta? ¿Había visto también a los misteriosos niños? Pero ahora quedó todo en silencio, y la puerta cedió al for­cejeo aterrado y frenético de Stephen.
Sobre la mesa de escritorio del señor Abney se descubrieron ciertos papeles que explicaron a Stephen Elliott lo ocurrido cuando tuvo edad suficiente para entenderlos. He aquí los pasajes más relevantes:
«Era creencia firme y general entre los antiguos (de cuyo saber en esta materia he tenido experiencias que me inducen a fiar en sus afirmaciones) que merced a determinados procesos que para nosotros los modernos tienen algo de bárbaros, el hombre puede alcanzar una muy notable expansión de las facultades espirituales; que, por ejemplo, absorbiendo la personalidad de cierto número de individuos, se puede lograr un total dominio sobre esos órdenes de seres espirituales que controlan las fuerzas elementales de nuestro universo.
»Hay constancia de que Simón el Mago podía desplazarse por el aire, hacerse invisible o adoptar las formas que quisiera en virtud del alma de un niño al que -para utilizar el término calumnioso que emplea el autor de Cle­mentine Recognitions- había "asesinado". Además, en los escritos de Hermes Trimegisto encuentro consignado con considerable detalle que pueden obte­nerse idénticos resultados absorbiendo los corazones de al menos tres seres humanos menores de veintiún años. A comprobar la veracidad de esta fórmula he dedicado la mayor parte de los últimos veinte años, escogiendo como ‘cor­pora vilia’ de mi experimento a sujetos a los que podía suprimir oportuna­mente sin que ocasionasen vacío alguno en la sociedad. La primera fase la llevé a efecto eliminando a una tal Phoebe Stanley, niña de extracción gitana, el 24 de marzo de1792. La segunda, mediante la supresión de un italiano vaga­bundo llamado Giovanni Paoli, la noche del 23 de marzo de1805. La "víctima final" (por emplear un término que repugna sobremanera a mi sensibilidad) va a ser mi primo Stephen Elliott. Su día será este24 de marzo de1812.
»La mejor manera de lograr la requerida absorción es extraer el corazón in vivo, reducirlo a cenizas, y mezclarlas con medio litro de vino tinto, preferen­temente oporto. Conviene guardar ocultos al menos los restos de los dos pri­meros sujetos; un cuarto de baño en desuso o una bodega sirven perfecta­mente a este propósito. Puede que el componente psíquico de los sujetos -que la terminología popular dignifica con el nombre de espectros- ocasione alguna molestia. Pero un hombre de talante filosófico -el único para el que es apropiado el experimento- concederá muy poca importancia a los débiles esfuerzos de esas naturalezas por descargar su venganza sobre él. Pienso con la más viva satisfacción en la existencia prolongada e independiente que el expe­rimento me conferirá si tiene éxito, no sólo poniéndome fuera del alcance de la pretendida justicia humana, sino eliminando prácticamente la perspectiva misma de la muerte».

El señor Abney fue encontrado en su silla, con la cabeza hacia atrás, el rostro contraído en una expresión de rabia, miedo y dolor insoportable. En el cos­tado izquierdo tenía abierta una herida terrible que le dejaba el corazón al des­cubierto. No tenía sangre en las manos, y el largo cuchillo que había sobre la mesa estaba intacto. Seguramente le infligió esa herida un gato montés: la ven­tana del despacho estaba abierta, y el dictamen del forense fue que el señor Abney había muerto víctima de alguna alimaña. Pero la lectura de los papeles que acabo de citar llevaron a Stephen Elliott a muy otra conclusión.

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